Cuando abrazas a la muerte, el regusto que te queda en
los labios es un sabor agridulce, pero, cuando eres el espectador de su llegada
como tercera persona, tu boca se torna seca, y tus ojos llorosos, ante la
impotencia de no poder hacer nada para evitarlo.
El sentir como una persona se va apagando, como una
gota que poco a poco va llenando un vaso a punto de rebosar, es agonizante. Los
andares tambaleantes de una canina que desfila como puede entre los últimos
recovecos de su camino, simboliza muy bien nuestra dejadez del mundo hacia un
destino incierto. No me centraré en cuestiones como ir al más allá, la
reencarnación, o cualquier corriente de pensamiento hacia aquello que no
comprendemos, y que tanto miedo nos da de explorar, sino, en el sentimiento que
me concierne como persona, al ver como toda una vida se va poco a poco
desmoronando en migajas de lo que una vez fue.
Mi día a día transcurre fregando los mismos platos,
vasos y tenedores de mis abuelos. Siempre, empiezo dándole de comer a mi
abuela, y después, le preparo la comida a mi abuelo. Le gusta la comida muy
caliente, aunque ya nada le sabe a algo. Todo lo que come, sabe a podrido, a
maloliente, a pasado de tiempo.
Incluso si le pusiera la mejor comida del mejor buffet
de cocina, le sabría a cenizas, porque ya ni tragarlo podría hacerlo. Todo
aquello ostentoso, acaba siendo secundario cuando tus ojos ya no pueden
apreciarlo.
Nuestro cuerpo es una casa que se va asentando a lo
largo de nuestra vida. Los pilares de las mismas, la construimos desde que
empezamos a entender qué estamos percibiendo, cómo andamos, qué pensamos… son
nuestros ideales, nuestro respeto personal, nuestra puesta en escena ante
decisiones difíciles que determinan quienes seguiremos siendo después de
tomarlas. Las casas, tienen sus ventanas, por las que entra todo tipo de luces
de colores... su sala está decorada con pequeños cuadros, de las memorias de
aquellos que dejamos entrar en ella. No es una casa perfecta, ni ideal, tiene
fallos, grietas, incluso a veces, puede derrumbarse porque sus pilares no están
bien consolidados. Hay todo tipo de casa, desde las más acogedoras, a las más
frías, y su estampa, suele ser variopinta.
Este hogar debe de ser cuidado, con cariño, con amor,
con dedicación, pues es donde residiremos durante todo el tiempo que estemos en
este mundo. Nosotros tomamos las decisiones de quienes queremos que entren, y
quienes queremos que se queden. Los pensamientos que recorren sus pasillos,
pueden ser invitados de honor, o los peores inquilinos que uno pueda
imaginarse… pero, llega un momento, que ya por sus ventanas no entra luz,
porque se pierde la opción de poder ver; no se escuchan pájaros cantando,
porque ya no entran sonidos que resuenan en ella; la puerta principal, se encuentra
atorada, y el pomo simplemente desaparece como si nunca hubiera estado. Todo se
vuelve oscuro, lúgubre, hasta que el hogar queda abandonado….
Ver como estas casas pasan de estar llenas de vida y
de luz, al ser un sepulcro de lo que una vez fueron, nos hace sentir
precipitosos ante un acontecimiento inminente. Nos pasamos la vida queriendo ir
más rápido, queriendo mensajes más breves, reflexiones cortas y escuetas para
que no te detenga demasiado rato. Damos por hecho tantas cosas, que cada vez
más nuestros hogares parecen latas de sardinas poco cuidadas y sin profundidad.
Y no nos damos cuenta, de que al final, por mucho que quieras correr, por mucho
que intentes escapar, acabas siendo cogido del brazo, y con cariño, además, por
la muerte.
Al final acabas lavando los mismos tres platos, dos
vasos y tenedores, hasta que llega un momento en el que ya no hay nada que lavar,
porque no hay nadie que los use para comer.