Lo único que puedo sentir en la intemperie en la que me
encuentro es un escalofrío que me recorre la nuca, como si de un soplo húmedo
se tratase. Mis ojos, débiles ante el deseo de abrirse, deciden seguir retozando
un poco más del aleteo de mis pestañas cerradas. Parecía que mi iris era el
preciado secreto de Pandora, que no debía ver la luz.
Me muevo suavemente, notando como cada parte de las
telas que me rodean me abrazan con ternura, con amor, con dedicación, pero,
sobre todo, con ese olor que embriaga mis sentidos hasta colmarme de placer
hasta un clímax inexplicable.
Me cuesta mover el cuerpo. Ni siquiera el dedo pequeño
del pie derecho me responde todavía. Pero ahí estoy, incrustada entre océanos de
telas que me brindan abrigo y ropaje ante mi piel desnuda. Mi piel desnuda de
la forma en la que los huesos y los músculos se tornan transparentes hacia la exploración
de mi mente, de mi alma, de mis pensamientos.
Tener los ojos cerrados, solo invita a que en la oscuridad
de mi teatro aparezcan pequeños destellos sin saber muy bien el origen de los
mismos. Las figuras se van haciendo cada vez más picaras, danzando, aunque yo
no pueda oír el baile que contonean. Me siento en un lugar privilegiado, ya que
las figuras no tienen que envidiar a las ninfas hijas de Afrodita. Su luz, me
recuerda al cariño de un beso pasado; su ritmo, se me asemeja al palpito de un corazón
cuando está en plena calma; su risa, sorda, me hace apreciar lo que
aparentemente no se da.
Poco a poco, intento alcanzar a estas figuras, intento
elevarme, intento levantarme, intento estar junto a ellas, siendo su compañía. Me
siento feliz, pero a la vez precipitada. No comprendo cómo poder hacerme
bailar, cuando las puntas de mis pies no pueden despegarse de las sabanas que
rodean mis tobillos.
Y sigo, y peleo. Saboreo la victoria cuando parece que
está a meros centímetros de mí. Sabe a las delicias de un recuerdo intacto en
el tiempo, a una primera mirada, a una pequeña inocencia en medio de un caos
fortuito. Sabe a paz, cuando te sitúas en el ojo del huracán, esperando ser
fuertemente golpeada por el porvenir.
Pero ese segundo de paz, ese segundo de trascendencia,
de ser, me pertenece. Me pertenece porque yo pertenezco a la paz. Porque mi
integridad se disipa frente al mar del egoísmo. Me reconforto en un abrazo
final con aquellas luces que bailan cuando mis ojos están cerrados.
Ya ha amanecido, y mis pies empiezan a moverse
inquietos entre las almohadas, el colchón, y una melena despelucada. Amanece,
aunque no tenga la certeza de que mañana lo vuelva a hacer. Amanece, hasta el
dia que las luces que bailan, nos toman de la mano para elevarnos a ser
nosotros, luz. Hasta que la función termina, siendo nosotros protagonistas sin retorno;
hasta que nos llenamos por completo de emociones que aguardan la llegada del
grito más silencioso que pronunciaremos jamás, en comparación con el sonido más
ruidoso que jamás quisimos dar por nosotros mismos.
Las luces que observamos, o que nos observan siempre
son del mismo tono, la diferencia se da en la mirada con la que tú decidas
observarlas. Cuando eres protagonista y la obra termina; cuando eres el objeto
de culto, cuando la obra comienza a tener vida.
Lo azaroso de nuestro despertar no es más que una
muestra de la finitud de un sueño, de unas horas, de una cama. Las sabanas se
cambian, las estaciones pasan, las gotas caen, el viento sopla, el fuego sigue
quemando, el sol sigue alumbrando. Hasta que, como si de un chasquido se
tratara, pasas del teatro a la nada, como si con un gélido abrazo te
reencontraras. Del calor del grito, a la
escucha del silencio. De la luz que te baila, a ser la luz que baila en el firmamento.
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